martes, 1 de julio de 2008
Tocado, paralizado por el miedo (y 2)
Queridos amigos y amigas, continúo en esta jornada ese documento que llegó a mí por la generosidad de un destino que, de vez en cuando, nos despierta y nos hace comprender que hay mucha gente a la intemperie y con una ceguera mental e intelectual de la cual no escapamos los que nos consideramos privilegiados de un destino que, por injusto, no podrá ser positivo. Dejo a vuestro “criterio” la valoración oportuna de cuanto se dice aquí, que reproduzco literalmente porque no me veo capaz de mejorarlo: “Mi infancia y mi adolescencia estuvieron marcadas por vendas de ilusión, de fantasías. Tenía 15 años cuando dejé la casa de mis padres para entrar en una congregación religiosa. Quería, entonces como ahora (ahora lo veo más difícil, lo reconozco), cambiar las injusticias de mi tierra. Me retiré y abandoné esta vocación, porque, después de siete años, me di cuenta que, desde ese quehacer, no podía hacer nada. Lo único que conseguí es convertirme en un joven burgués. Después fui a la Universidad. Mi vida estuvo marcada en este período por sueños y por utopías. Cuando regresé a mi patria, hallé dolor y un olor penetrante a pobreza. Mi nuevo trabajo me permitió estar cerca de la realidad de mi gente. Así, trabajé con muchos políticos y con personas de poder. Por unos instantes, aparece un suceso inesperado: mis dedos se paralizan. No quiero seguir escribiendo, me niego. Es una fuerza más poderosa que mi voluntad. Debo detenerme, salir, caminar, respirar... No quiero recordar esas imágenes duras, esa situación caótica: el hambre, el vivir el día a día pensando que mañana no hay qué llevarse a la boca, el saber que sales al centro de la ciudad y te encuentras con gente querida suplicándote que le regales 500 pesos (15 céntimos) para comprar una bolsa de leche para su bebé que llora de hambre. Me negué, y me sigo negando a vivir ese dolor tan grande que “mata”. Los informes dicen que en el tercer mundo se vive con un dólar al día. Mi experiencia me dice que no. Se vive durante ocho días, incluso durante dos semanas, con un dólar. Ésa y muchas más son las razones por la cuales dejé mi país y regresé a España. Decisión que minuto a minuto, segundo a segundo, me entristece, ya que no puedo oler el mar de mis ancestros, no percibo la humedad de mi tierra, la brisa del océano Pacífico no acaricia mi rostro, mis ojos no pueden ver la belleza acuática de sus islas..., no respiro su aire, su atardecer ya no eclipsa mis ojos... El mar ya no es testigo de mis confidencias. A partir de ese instante, comencé el proceso inconsciente de inventar un país que no tenía, y hasta mi propia realidad. Nunca imaginé que estaría ausente por tanto tiempo. En el fondo presiento que algo ha cambiado para siempre en mi vida. La nostalgia se apodera de mí y no me suelta: soy presa de ella. Entretanto, vivo mirando hacia América Latina, mirando las noticias, aunque cada vez son menos las que aparecen sobre Ecuador en los medios, ya que los Estados Unidos de América constituyen el país que marca la agenda informativa. Hoy, la “Primera Potencia” nos dice que los ojos están en Irak. Mañana nos dirá que hay que ponerlos en Venezuela, en Argentina... Somos unas marionetas frente a sus designios. Lo peor es que la seguimos, y nos usa según su conveniencia. Pero, a pesar de todo, continúan apareciendo algunas informaciones de los países iberoamericanos, y mi mente sigue volando, cambiando algunos hechos, exagerando o ignorando otros. Voy construyendo poco a poco un país imaginario donde están mis raíces. Pablo Neruda dice que “hay exilios que muerden y otros son como el fuego que consume”. Yo he decidido autoexiliarme por dignidad, por amor propio, para sobrevivir y para que mis demás seres queridos vivan como seres humanos. Lo que más aprecio de mi condición de inmigrante es una estupenda sensación de libertad, aunque haya perdido mi identidad. Hoy en día no sé quién soy, y mi interior está vacío. Aquí soy una extranjero, y, cuando voy a mi Ecuador, soy un español. Lo único cierto de todo es que la palabra inmigrante se ha convertido en la actualidad en sinónimo de dolor, de vacío; y lo amargo es que nadie puede llenar el vacío de todo extranjero que está aquí. Hay dolor de patria, simplemente dolor de patria. Aunque no puedo concluir sin dar las gracias a España por acogerme, por hacerme sentir bien, por brindarme bienestar, por lo más maravilloso que tiene esta Península: sus gentes. Hoy tengo un tesoro grande en este país que, de alguna manera, ya es mío: mis amigos. Definitivamente, sé que un día mi corazón estará completamente feliz porque España y Ecuador serán un territorio sin fronteras y se convertirán en parte “interior” de mi vida. Además, hay una “españolita” por la que vivo y siento: me hace ser más y mejor persona, una persona más dinámica, más entroncada con una ciudadanía universal sin rostro determinado ni bandera. Por ella, porque se cree yo, porque soy ella, porque somos los dos, todo merece la pena: ahora un poco; mañana, más; cualquier día, todo…”
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario