martes, 1 de julio de 2008

Un día de reflexión

Pasan los años, y adquieres con ellos un sentido más “ecuánime” de la existencia humana, que fluctúa, que fluye de aquí para allá, haciendo lo que puede, con sus intenciones, con sus promesas repetidas, con sus agasajos, con sus golpes, con sus líneas de entereza, con sus bromas y “partes”, con su todo y su nada. Estamos tan acompañados como solos, tan solos como queramos. Somos dueños de un destino que se fuga por las cañerías, por las alcantarillas que nos llenan como el Sol en Primavera, pero, eso sí, si tenemos voluntad y unos deseos de superación. Es, el nuestro, un juego de misterios, de luces y de sombras; y, fundamentalmente, todo depende del cristal que utilicemos en cada caso. Las carencias, como los fallos, adquieren más o menos volumen según la perspectiva que nos planteemos. Uno ve las cosas como más hermosas, como más irrepetibles, porque asume que en ellas hay un soplo, un alma, una energía indiscreta, una calma, una voluptuosidad incluso, una contemplación, un “pose”, por decirlo de muchas maneras que aludan a las diversas aristas de la complacencia natural. El caso es que, con los años, uno pierde vista exterior y gana en la interna, en esa que no necesita antorcha ni luces artificiales, sino una reflexión cuajada y aderezada de frescor y de empatía por todo lo que hallamos. Es, este caminar, este tránsito, este recorrido, una especie de milagro que no advertimos. La confluencia de mesura y de una sensación de conocimiento conduce a una fase más placentera, donde uno es más uno mismo, si es que se es, si es que se sabe, si es que uno es la medida de las cosas o en relación a los demás, como apuntan diversas escuelas y teorías filosóficas. Los años pasan, y dejan su delta, su estuario, sus buenos y sus tristes olores, sus fangos y sus arrolladoras tormentas de verano, sus fantasías y sus gratos recuerdos, que permanecen como seleccionados en un caprichoso azar. Hoy me siento melancólico, fructífero, con vocación de progreso. Todo merece la pena: aprendemos hasta de los pésimos momentos que nos dejan la espléndida fortuna y la gratuita experiencia. No hay mejor motivación que dar, que darse, que darnos, sin esperar nada como moneda de cambio. Siempre recibimos más, siempre recogemos más de lo que sembramos: ¡no lo olvidemos!

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