lunes, 7 de julio de 2008

¿Qué quieres, mi niño?

Me llamas, y yo acudo raudo en busca de tus deseos, que fluyen con palabras indescifrablemente maravillosas. Participamos en una orquesta de sonidos que entran en la casa del corazón. Me haces un “guiño” y comienzo a interpretar todo cuanto haces. Cambio de opiniones, de intereses, de posibilidades, y todo es un inicio y una reanudación. Experimento una gracia plena en este esfuerzo que me devuelve las energías, en vez de consumirlas. Eres la imagen de la pureza. Vuelas sin moverte de tu espacio, que escenifica la Navidad en cualquier momento del año. Hay en ti juego, secretismo, anhelos no esbozados, sensaciones tan recientes como repetidas, y todo un carrusel de corazones infantiles que viven en comunión. Te mueves, y acudo a ver qué precisas. Intento saciar tu sed, tu hambre, tus apetencias, y multiplico ese amor que tú me entregas ya extendido como una alfombra de colores rojos, azules y verdes. Amas y amo, y no hay condiciones, salvo que cada experiencia supere a la anterior. Me sitúas con la seguridad de una relación que se perpetuará y que se transmitirá con una amplitud de miras que anuncian, en este instante, un placer sin palabras. Has proclamado una fiesta que pone punto y seguido a unas situaciones sin carestías. Haces una mueca y entiendo que sabes sin expresarte. Nos hemos interiorizado. Nos hemos acercado a una coyuntura que brinda tradición y modernidad en forma de columnas de Hércules con detalles importantes que nadie soslayará. Me pides sin decirme nada. Solo reclamo sabiduría para entenderte y para enseñarte, para que los dos comprendamos la relevancia y la conveniencia de esta venida, la tuya, que me mantendrá alegre y diligente con ese premio que lleva tu nombre. Has descendido con una caja de sorpresas. Eres un cántico al que acecho para procurarle el bien. Te observo en todo momento para ver qué es lo que quieres. Tus deseos son míos. No los confundiré. Haré que sean la misma felicidad.

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